La estrategia del candidato

La ambición y el temor a verse relegado por los jóvenes en las tareas de responsabilidad del partido constituían sus móviles. Su carrera política estaba en juego. 

O'Reilly

La exuberancia de la juventud, su inconsciencia, ha sido descrita por el poeta como el tiempo de la ebriedad, una colosal intoxicación que el transcurso de la existencia y el presentimiento cercano de la muerte mitigan. Seamus O’Leary, hombre maduro y convecino nuestro, en una lectura quizás en exceso literal de estas enseñanzas, determinó ensartar una cogorza tras otra con el propósito de recuperar la lozanía juvenil perdida.

Nadie ha de pensar que la empresa a la que Seamus pretendía dar cima habría de suponer una tarea inalcanzable para este querido compatriota. Antes al contrario, las circunstancias favorecían las intenciones del bueno de Seamus, aquella criatura bienquista de la Providencia.

De algún extraño modo, este irlandés ceñudo y giboso estaba predestinado a aquella aventura etílica, acerca de cuyos objetivos nos explayaremos más adelante. Seamus había nacido en una pequeña localidad abrazada por el Océano Atlántico y custodiada por un impresionante macizo montañoso en cuyo perfil se adivinaba la figura de una mujer yacente. En el villorrio, habitado fundamentalmente por destiladores de whisky y dipsómanos, no había de resultar estrafalario el nombre con el que la comunidad bautizó aquel capricho de la naturaleza. Los lugareños podrían haberlo llamado la “dama recostada” o “la mujer muerta” o “la doncella dormida”. Prefirieron, sin embargo, un nombre más acorde con la idiosincrasia del pueblo por lo que, sin que mediara controversia alguna al respecto, desde muy temprano fue conocido como la “muchacha borracha”.

Comoquiera que la dimensión del sacrificio está determinada por los beneficios que se pretende extraer de éste, será preciso detallar qué diablos buscaba Seamus con aquella idea delirante de mantenerse permanentemente borracho el resto de sus días.

La ambición y el temor a verse relegado por los jóvenes en las tareas de responsabilidad del partido constituían sus móviles. Si para para plantar cara a aquellos bisoños competidores, si para hacerse un hueco tenía que poner en riesgo su salud, emponzoñar su organismo con la ingesta masiva de los licores que constituían el orgullo de la patria, así lo haría. Su carrera política estaba en juego.

A pesar del carácter bonachón que todos le atribuíamos, Seamus era un tipo de creencias cuestionables. No era raro encontrarle la noche de los sábados en el pub, aferrado a su botella de Jameson, mientras proclamaba su ideario político ante los parroquianos en un irreconocible gaélico corrompido por los efectos del alcohol. “Soy conservador, homófobo e ignífugo”, gritaba mientras se aplicaba una cerilla a la cabeza para demostrar la veracidad de sus afirmaciones.

Ni que decir tiene que Seamus, borracho como un piojo, logró sobradamente su propósito. Durante la campaña, los votantes supieron apreciar sus andares vacilantes, que interpretaron como algún tipo de distinción extravagante, su farfullar ininteligible, que fue celebrado como una innovación en el arte de la oratoria, y sus vomitonas compulsivas durante los debates televisados, que eran, sin duda, expresión de la repugnancia que le inspiraban las conductas corruptas de sus adversarios.

Y así, siguiendo al pie de la letra aquel desquiciado plan, Seamus obtuvo el acta de parlamentario que tanto anhelaba. El día de la toma de posesión, tras depositar dos ostentosos ósculos en las mejillas de un sorprendido presidente de la cámara, Seamus se repantigó, bolinga perdido, en su reluciente nuevo escaño. Y allí sigue, cuatro años después, roncando su melopea como una morsa.

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