Opinión

Frontera

Las declaraciones del consejero de Gobernación, Jacob Hachuel, sobre la falta de capacidad de las autoridades para controlar el flujo desbordante de transeúntes a través del paso fronterizo Tarajal II resulta desasosegante. Y no lo es por lo impactante que resulta oír una declaración tan contundente por boca de un portavoz del Gobierno de la Ciudad sino porque puede ser que tenga razón.

Las declaraciones del consejero de Gobernación, Jacob Hachuel, sobre la falta de capacidad de las autoridades para controlar el flujo desbordante de transeúntes a través del paso fronterizo Tarajal II resulta desasosegante. Y no lo es por lo impactante que resulta oír una declaración tan contundente por boca de un portavoz del Gobierno de la Ciudad sino porque puede ser que tenga razón.

La apertura del Tarajal II el lunes 27 de febrero permitió cobijar alguna esperanza acerca de la posibilidad de que, al fin, el desbarajuste que a diario sacude la frontera pudiera ser corregido. El primer día de funcionamiento, con un tránsito estimado en unas 4.000 personas, presentó un escenario inesperado: la cosa parecía marchar. Poco a poco, el panorama se fue ensombreciendo. Las colas, el desorden, las esperas y las aglomeraciones volvieron. El miércoles, ya fueron 10.000 las entradas a Ceuta registradas por las autoridades españolas.  

Hachuel ha asegurado que, por más esfuerzos que se hagan, resulta dudoso que las administraciones pueden hacerse con el control de una situación fronteriza que siempre ha sido difícil de manejar. El consejero no ha hecho más que reafirmar lo que, con menor crudeza, ya había sostenido antes el delegado del Gobierno, Nicolás Fernández Cucurull, cuando advertía de que la apertura del Tarajal II no sería una "panacea".

La situación en el Tarajal II ha convertido en una obviedad, si es que antes no lo era, que el único modo de acabar con la vergonzosa situación que desde hace años se vive en la frontera que nos separa del país vecino es el de acometer la inversión millonaria que se requiere. Es preciso contar con una frontera que no lastre la economía local, que no ponga en entredicho los derechos de los individuos que a diario transitan por ella y que se halle a la altura de lo que se supone ha de ser una de las puertas de entrada a Europa.