El ministro y lo obvio

El relato aquí contenido ha sido extraído de la biografía “Moloney y lo obvio”, obra del reverendo Sean O’Reilly. La dirección de este diario no se hace responsable de las identificaciones que el lector pueda establecer entre lo aquí publicado y sucesos, situaciones o ministros actuales.

El ministro y lo obvio O'Reilly

Al entrañable recuerdo de Aengus Moloney (1898-1983). In memoriam

Está documentado que Aengus Moloney negó por primera vez lo obvio un 13 de febrero de 1918 mientras degustaba su decimoséptimo whisky en el establecimiento de los hermanos McCarthy, en Ardmore, condado de Waterford. “No estoy borracho”, informó a los parroquianos mientras intentaba descolgarse de la lámpara del pub en un alarde acrobático que, pese a la belleza de la composición, no impidió que se diera de bruces contra el suelo.

Ya incorporado, dedicó una mirada serena al hostelero, con el semblante plácido de quien se sabe víctima de una difamación malevolente. “¿Borracho? No sé de qué me habla”, respondió al autor del infundio.

Ya fuera por la templanza con la que rechazó la acusación, ya por la sonrisa exculpatoria que se dibujó en su rostro, ya por alguno de esos insondables misterios que embosca el alma humana, lo cierto es que, de improviso y de manera unánime, la clientela de “El cuervo estrábico” aceptó sin objeciones que el chico decía la verdad.

Aengus tomó su sombrero, se despidió educadamente de la respetable concurrencia, abrió la puerta del local y se encaminó a casa con el firme propósito de no estamparse contra las farolas.

El futuro ministro de Policía del gobierno de Douglas Hyde había nacido con un don. La pericia para negar lo obvio con la que el Creador le había arrojado al mundo, unida a una dosis nada despreciable de poca vergüenza, permitió a este prócer irlandés eludir cualquier responsabilidad que le cupiese por sus actos, por muy evidente que resultase la culpa. “No sé de qué me habla”, oponía a cualquier reproche y, de inmediato, la opinión de que aquel caballero no podía ser el autor de la villanía que se le imputaba se precipitaba como una lluvia de ignominia y oprobio sobre sus acusadores.

Aengus Moloney era consciente del poder que Dios –o el Diablo- había puesto a su servicio. Pero vayamos paso a paso.

Las crónicas dan noticia de un episodio esclarecedor de la conducta que, en uso de ese don que le regaló natura, desplegaba Aengus cada vez que el azar o su carácter impulsivo le colocaban en una encrucijada.

El 25 de febrero de 1935, George Hewett publica en el “Irish Independent” la escabrosa historia de una infidelidad con final trágico, un trance en el que el futuro ministro hubo de recurrir a sus ya referidas habilidades para salvar carrera política, reputación y pellejo. Pero dejemos que sea la competente prosa del Mr. Hewett la que nos revele la naturaleza del incidente:

“Allí estaba Aengus Moloney, en el centro de la alcoba, aferrando con la diestra el cuerpo desnudo de la señora Ciara Flannagan, tocado con la ropa interior de la dama cuyas cintas le caían graciosamente sobre los ojos, las pupilas encendidas por la lujuria y una demasía en el meridión de su anatomía que no pasó inadvertida al ultrajado esposo, Seamus Flannagan, presidente del Banco de Irlanda, quien, en el extremo opuesto de la estancia sostenía con pulso tembloroso su Scott & Webley del calibre 38. El señor Flannagan, golpeado en lo más íntimo por aquella traición, exigió furibundo una reparación, amenazó con arrebatar la vida a los adúlteros, se mesó los cabellos entre sollozos y, una vez más, levantó el arma con la firme intención de saltarle la tapa de los sesos a quien ya tenía por el más miserable de los hombres.

“No sé de qué me habla”, le espetó el señor Moloney mientras depositaba a la señora Flannagan sobre el lecho y se retiraba la pieza de lencería de la calva. El banquero dudó ante la sobriedad de la respuesta. Aquel timbre de voz sojuzgaba de alguna extraña manera su voluntad. Los gestos que lo acompañaban le inducían a creer en la franqueza del adversario. Aquella mirada, la de quien había mancillado lo que más amaba, le parecía preñada de honestidad e incompatible con el engaño. Y le creyó.

El señor Flannagan arrojó lejos de sí la pistola, se arrodilló en un gesto de contrición ante la pareja y pidió perdón por la ofensa injustificada que había infligido al señor Moloney. Éste, en lo que al banquero le pareció un acto de grandeza, levantó de su postración al marido, enjugó sus lágrimas con sus pulgares y lo estrechó contra su pecho.

Días más tarde, la policía halló el cuerpo sin vida de señor Flannagan estrangulado por una soga. El sentimiento de culpa por su infundada acusación le empujó irremediablemente al suicidio”.

Hasta aquí el relato de Hewett. El virtuosismo con el que Aengus se empleaba para negar lo obvio le había proporcionado una nueva victoria.

Pocos años después, estalló el escándalo. Un magnetófono oculto en el Ministerio de Policía reveló a la prensa la existencia de una conspiración urdida por Aengus contra sus enemigos políticos.

El ministro fue sorprendido junto al responsable del Departamento Antifraude mientras ambos preparaban acusaciones falsas dirigidas a comprometer la honorabilidad de sus adversarios. Descubierto in fraganti, Aengus no dudó en recurrir a la estrategia que tan excelentes resultados le había reportado hasta la fecha. “No sé de qué me habla”, desautorizó a la prensa, a la que amenazó con llevar ante la justicia por socavar su intimidad.

La declaración del señor ministro resonó en la sala con la solemnidad de un salmo leído en un oficio religioso. El desconcierto cundió entre los periodistas, de los que comenzó a apoderarse un inexplicable desasosiego. Hubo, incluso, quien gimió avergonzado por el ataque gratuito y sin fundamento del que había sido víctima tan excelente servidor público.

El maléfico don de Aengus había vuelto a surtir el efecto ambicionado.

Robert J. Keane, director del “The Irish Time”, rotativo que puso en conocimiento del gran público aquella repugnante corruptela, se sintió culpable. Y allí fue hallado por sus compañeros, en un rincón oculto de la sala de prensa, mientras lloraba su desconsuelo. Derrotado por el mistérico poder de persuasión de Aengus, había asumido la autoría de la injusticia que creía haber perpetrado.

Ni que decir tiene que el periodista sucumbió a la maldición. Consumido por el remordimiento, Keane se rebanó el pescuezo en un confuso arrebato de dignidad.  

Aengus envejeció sin purgar sus culpas. Y así fue hasta que, octogenario, quiso la Parca llamar a su puerta. La Muerte recurrió a la retórica propia de estos momentos postreros: que si era la hora de la última siega, que si la existencia no es más que un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada, que si el horror vacui, que si la vanitas vanitatis, que si pulvis eris et in pulverum reverteris...

"No sé de qué me habla", le espetó Aengus a la señora de la guadaña.

Pero esta vez la añagaza no le sirvió de nada. 

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