La transformación del señor alcalde

"El bigote perfilado y azabache que cada mañana le devolvía el reflejo sobre el azogue había quedado sepultado en una barba frondosa y desordenada, selvática, como las greñas que le habían invadido el cráneo y caían ahora como enredaderas sobre sus hombros".

reverendo o'reilly

La aristocracia del partido sucumbió a aquel fenómeno inconcebible, a la astucia del destino que embromó al querido líder, al desatino de una transformación imposible, asombrosa, inexplicable. Deberíamos remedar a Kafka para explicar  que cuando el señor alcalde despertó una mañana tras un sueño agitado, se descubrió sobre su lecho convertido en un monstruoso perroflauta.

El tacto rugoso de las lanas que le cubrían el cráneo debería de haberle hecho sospechar. Sin embargo, abrumado por la somnolencia que aún arrastraba tras una noche en blanco, obvió la experiencia de aquel cabello arracimado e hirsuto, tan ajeno a su personalidad, la de un hombre de orden atento a ensombrecer los años con copiosas aplicaciones de Just for Men y a perfilar la raya del peinado con la precisión de un agrimensor que fija las lindes de una plantación de rábanos.

Este aturdimiento matutino le acompañó todavía un buen rato. Los primeros indicios de que había sucedido algo extraordinario mientras dormía se hicieron manifiestos ante el espejo. El bigote perfilado y azabache que cada mañana le devolvía el reflejo sobre el azogue había quedado sepultado en una barba frondosa y desordenada, selvática como las greñas que le habían invadido el cráneo y caían ahora como enredaderas sobre sus hombros. Ahí se asustó.

Se afianzó los colgantes al cuello, ajustó la botonadura de su camisa de cuello “mao”, abrochó en lugar visible el pin de la Plataforma Antidesahucios y emprendió camino hacia la sede del partido.

El señor alcalde era, pese a todo, un hombre práctico. Había leído en alguna parte que los hombres providenciales lo son por una rara cualidad del espíritu, hurtada a los seres ordinarios, y que sus circunstancias, contingencias y aspecto no menoscaban un ápice la superioridad moral que les adorna. Tranquilizado de este modo, se afianzó los colgantes al cuello, ajustó la botonadura de su camisa de cuello “mao”, abrochó en lugar visible el pin de la Plataforma Antidesahucios y emprendió camino hacia la sede del partido.

Podrá imaginar usted, sagaz lector, la estupefacción del secretario general ante la visión de la estampa recién estrenada del nuevo líder. La militancia, que a la hora de la llegada de quien era tenido como el más sabio de los gobernantes bailaba despreocupada la nueva versión reggaetón del himno del partido, se sumió en un súbito silencio. El señor alcalde, ajeno a la atención que despertaba su nuevo atavío, caminó con paso solemne hacia la tribuna bajo la cual, a salvo de ojos indiscretos, se lio un mai antes de tomar la palabra y defender, por este orden y sin solución de continuidad, la vigencia de los principios de la libre competencia, la indisolubilidad de la patria y la belleza proverbial de la mujer autóctona. Hubo aplausos y el alcalde respondió con el signo de la victoria, dibujado por los dedos índice y anular de ambas manos levantadas sobre la cabeza.

La campaña fue toda así. Y los concejales, la militancia y el tesorero habrían acabado aceptando la chaladura del líder como una extravagancia propia de un espíritu superior de no ser por aquel perro tiñoso y famélico que comenzó a acompañarle a todas las convocatorias electorales. Barraquer, que tal era la gracia a la que respondía el animalito, era un bicho maloliente y cubierto de mataduras cuya seña de identidad más característica era una pronunciada bizquera, tara a la que debía su nombre. Mostraba aquella fiel alimaña una ferocidad extrema cuando se trataba de defender al amo, nobilísima ira que, debido a aquella desalineación de la mirada antes aludida, creaba no poco desconcierto entre los militantes. Nadie sabía nunca a ciencia cierta a quién gruñía aquella bestia del infierno, capaz de mirar a un mismo tiempo a todas partes y a ninguna.

La tarde aciaga en que Barraquer se abalanzó sobre la secretaria nacional de partido con la inequívoca intención de roerle las canillas, los asesores municipales supieron que la resolución no podía ser demorada por más tiempo.

La metamorfosis de aquél a quien tanto habían reverenciado habría de poner en riesgo el futuro de sus inútiles encomiendas, de aquellas asesorías sin provecho a las que se dedicaban con indolencia pero que les reportaban suculentos beneficios. Lo del perro les resultó intolerable. Lo del recital del alcalde a los bongós como cierre de campaña, la constatación de que el magnicidio se antojaba impostergable.

Y una noche, cual Bruto y sus secuaces descabellando a César en el Foro, la jauría de asesores se abalanzó sobre el señor alcalde, armada con las tijeras que antaño habían servido al prócer para cortar las cintas inaugurales de asilos, instituciones de caridad, sucursales bancarias y casas de lenocinio. La abyecta determinación de aquellos seres insaciables alumbró el pavoroso crimen del que los cronistas y las porteras darán cuenta a las futuras generaciones. Aquella horda, movida por la sola idea de la preservación de sus complementos salariales y pagas extraordinarias, rapó rastas, trasquiló barbas, convirtió en andrajos chalecos y pañuelos palestinos…

Cuando, a la mañana siguiente, el señor alcalde despertó tras otra noche de sueño agitado, preguntó a su esposa con qué clase de especias había condimentado la sopa jardinera de la cena. La visión de los retratos de Santa María de África y de Milton Friedman, emparejados sobre el cabecero de la cama, le devolvió la serenidad, estado de ánimo en el que se deleitó antes de resolver que no estaría de más incrementar los sueldos de sus asesores.

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