Melchor, Gaspar y Baltasar han repartido 4.250 kilos de caramelos

La Cabalgata de Reyes despierta al niño que todos llevamos dentro

El desfile de Sus Majestades por las calles de Hadú y el centro ha removido en el interior de muchos adultos al niño que todos llevamos dentro.

La basta urdimbre de los tejidos con los que se confeccionan los trajes de los Reyes Magos y sus oropeles se truecan fino armiño y delicados brocados. Los automóviles del parque móvil que arrastran las frágiles carrozas de madera se nos antojan impetuosos corceles lanzados al galope. Los caramelos de a 20 céntimos nos son tan preciados como doblones de oro valiosísimos.

Y esta mirada compartida con la inocencia de los ojos infantiles solo es posible gracias al niño que todos llevamos dentro.

El del auxiliar administrativo que esta tarde aguardaba el paso de Sus Majestades en la esquina de la sucursal de Bankia debía de tener unos ocho años y un peso, estimado en canal, de unos 30 kilos. El pobre hombre sabía desde hacía años de la existencia del zagal, un chiquillo inquieto que, a lo que presumía, había encontrado un refugio muelle en su píloro, a un paso del intestino delgado. Ahora, el muchacho había resuelto no parar quieto, amenazando de este modo la placidez de su digestión.

“El puto niño que todos llevamos dentro…”, mascullaba con ira contenida el auxiliar administrativo al paso de Melchor por la Plaza de los Reyes. Nuestro amigo se mortificaba ante la falta de respuestas a la pregunta que le torturaba desde el día en el que adquirió conciencia de que aquella criatura habitaba en sus entrañas: “Si aceptamos que el número de orificios naturales inventariados por los anatomistas es limitado, ¿cómo saber por dónde diablos habrá entrado?”, se interrogaba a sí mismo.

La Cabalgata de Reyes estaba resultando todo un éxito.

La hiperactividad del chico comenzaba a resultar molesta. El indeseado inquilino, reacio sin duda al desahucio, no parecía insensible a los horrísonos chillidos con los que la chavalería recibía la lluvia de caramelos caídos desde lo más alto de las carrozas. Movido por la curiosidad, aunque con la prudencia de la que hace gala quien ha hallado una “solución habitacional” de la que no desea verse privado, el mocoso trató de asomarse, vía faríngea, al exterior, lo que sumió en un episodio de asfixia momentánea a aquel ser generoso que le brindaba hospedaje.

Solo el temor a verse expulsado del confortable albergue que le proporcionaba cobijo movió al pequeño a retornar a la seguridad del píloro.

El auxiliar disolvió un sobrecito de Almax en un vaso mediado de agua que bebió con la esperanza de apaciguar a ese niño que todos llevamos dentro. Angelito.