El apocalipsis zombie

Ahora que se acerca la Navidad nos vemos inmersos en una dinámica de copiosas comidas. Se trata de celebraciones en las que los alimentos son algo más que alimentos, son el hilo conductor de ratos agradables, de compromisos sociales, de desinhibición y de, por qué no decirlo, conversaciones filosóficas de sobremesa influidas por el exceso de alcohol, de azúcar y de grasas saturadas a niveles industriales que nos llevan a veces a descubrir grandes verdades.

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En una de esas experiencias enriquecedoras, alguien conocido, llamémosle… Prudencio, me dijo, con toda la solemnidad que la idea que estaba a punto de exponerme merecía, unas palabras que me dejaron perplejo por la perspectiva visionaria que contenían. “Juanma”, me dijo,  “Ceuta es una ciudad estupenda. Y además te diré una cosa… junto con Alcatraz es uno de los mejores lugares que conozco para defenderse de un ataque zombie. Pero tampoco te lo puedo asegurar, porque Alcatraz no la conozco tanto”.

En ese momento me entró un carraspeo incómodo que sofoqué casi de inmediato con un sorbo de sidra. “Piénsalo”, continuó con su revelación, “es una península y está protegida por tierra por una larga y alta valla, infranqueable para los torpes zombies y con sólo dos puntos a cada extremo relativamente fáciles de proteger e incluso cerrar llegado el caso. ¿Inmigrantes? ¡Ja! ¡A una invasión zombie es a lo que hay que temer!”

Tras una pausa algo más larga de lo que se le exige a un educado interlocutor, tomé un segundo trago de sidra y no tuve más remedio que asentir con igual solemnidad. Prudencio no tiene filtros, y además, ¿quién era yo para desmentir o matizar tan etílica reflexión? El hombre tenía más razón que un santo. Había que temer más a una invasión de cadáveres andantes, estoy totalmente de acuerdo.

Ha pasado un tiempo desde aquella memorable charla y me avergüenza reconocer que la originalidad del planteamiento me ha mantenido inquieto a ratos. Y lo ha hecho no por la posibilidad de un apocalipsis zombie, que también, sino por la desafortunada                comparación que alguna mente insidiosa pudiera trasladar de las hordas cadavéricas al fenómeno de la inmigración ilegal y a los métodos tan contundentes que nos vemos obligados a poner en práctica para evitarla, a pesar de que pudieran resultar insuficientes.

Precisamente para mitigar las inquietudes de esos pensamientos, me obligo a mantener ocupada mi mente con buenas lecturas y con el seguimiento de las noticias de actualidad. Estas noticias suelen estar muy alejadas de hipotéticas debacles humanas si obviamos el cambio climático que, a pesar de Trump, parece que nos destruirá a todos (el cambio, no Trump) sin remisión en cincuenta años,  cien… o tal vez doscientos, vaya usted a saber. Y ha sido mientras repasaba la prensa, cuando el Instituto Nacional de Estadística me ha vuelto a inquietar con unos datos inesperados que no invitan al optimismo.

Según parece, en el primer semestre de 2018 España ha registrado el menor número de nacimientos y el mayor número de defunciones de toda la serie histórica, en casi 80 años de registros. Dicho de otro modo, España se encamina hacia una pérdida vegetativa de población que nos puede abocar a la despoblación. No es lo mismo que un apocalipsis, pero podría parecerse si la tendencia no se remedia.

Pero ¿cómo remediamos ese panorama tan poco halagüeño? Los expertos dicen que se podría remediar si se hicieran campañas de fomento de la natalidad, si hubiera más empleo o si se hicieran políticas de conciliación laboral. Sin embargo es un problema que afecta a gran parte no sólo de Europa sino de todas las sociedades avanzadas. Ninguno de los 28 países que componen la Unión Europea, ni siquiera Francia, tiene una tasa de fecundidad superior a 2,1, tasa que es la mínima para garantizar la reposición de la población. Y en esos países se incluyen aquellos con mayor empleo y mejores políticas de conciliación laboral que las de España. Por lo tanto no parece que esos remedios sean suficientes.

Siguiendo el razonamiento lógico que nos enseñaban en filosofía, si nuestros países no son capaces de generar población suficiente, tendremos que traerla de fuera. La respuesta está en la inmigración. Es un hecho incuestionable que vamos a necesitar a los inmigrantes para sostener la población de nuestro estado de bienestar, por mucho que algunos se empeñen en criminalizar y estigmatizar a ese colectivo. Por tanto, la conclusión inmediata que parece plantearse es… ¿por qué no se comienza a regular a la inmigración en Europa para convertirla en una fuente de riqueza y de oportunidades en vez de aislarla y marginarla?

A pesar de lo que la lógica nos dice, comprobamos cómo van tomando cada vez más fuerza movimientos y partidos xenófobos, que usan el discurso fácil y el grito fuerte de “extranjeros fuera de mi país”, y que plantean la socorrida demagogia de que a quien le guste, que se los lleve a su casa. Esos movimientos nos empobrecen como sociedad y, sobre todo, como seres humanos. No se trata de llevarse a un inmigrante a casa, se trata de hacer políticas conjuntas entre todos los países que establezcan criterios que no discriminen, que integren, y sobre todo que nos permitan aprovechar las capacidades del capital humano que nos llega.

¿Eso significa que hay que quitar barreras? ¿Quedaríamos expuestos ante un apocalipsis zombie para desgracia de Prudencio? Por supuesto que no. La defensa de las fronteras de un país y de su integridad territorial es un derecho irrenunciable. La inmigración irregular hay que combatirla, como establece el Pacto Europeo sobre Inmigración y Asilo de 2008. Pero a cambio, debemos poner los medios para que exista una inmigración legal y regulada que realmente empezamos a necesitar y necesitaremos aún más.

Dicho todo esto, temo la reacción de Prudencio si consulta los datos del INE y, como nosotros, también llega a la conclusión de que la inmigración es la respuesta. Hablaré con él y le tranquilizaré. Le diré que nadie va a eliminar la valla de la frontera así como así. Respirará más aliviado cuando sepa que seguiremos siendo un refugio seguro cuando se levanten los muertos y se dirijan hacia nuestra ciudad con quién sabe qué aviesas intenciones.

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