Opinión

Las cosas nunca son tan sencillas

Quien descargue sus miedos, inseguridades y frustraciones sobre los menores extranjeros, quien los satanice y les otorgue la condición de depredadores, quien alarme a la población y brame en las calles y en las redes sociales contra ellos nos está haciendo un flaco favor a todos.

Quien descargue sus miedos, inseguridades y frustraciones sobre los menores extranjeros, quien los satanice y les otorgue la condición de depredadores, quien alarme a la población y brame en las calles y en las redes sociales contra ellos nos está haciendo un flaco favor a todos.

La trágica muerte de un joven de 20 años a manos de un grupo de menores constituye un acto abominable del que serán exclusivamente responsables los adolescentes que participaron en él.  Los tribunales les juzgarán y resolverán cómo castigar el delito. Habrá quien considere que la Ley del Menor vigente en España es una norma benévola e ineficaz contra delitos tan graves como éste. Esta opinión, muy extendida y, como todas, susceptible de ser discutida, forma parte, sin embargo, de otro debate.

Lo que aquí nos ocupa es el riesgo que entraña sucumbir a la tentación de estigmatizar a un grupo de niños y adolescentes que se encuentran bajo la tutela de la Ciudad. Todos son responsabilidad nuestra.

Desde hace mucho, el acrónimo “mena” ha quedado instituido como un recurso muy eficaz para embarcarse en esa tarea que proporciona tanto sosiego a tanta gente: establecer categorías sencillas y manejables que nos hagan más fácil y comprensible el mundo que habitamos. La seguridad de mis hijos está amenazada por los “menas”, a pesar de que la inmensa mayoría de los delitos más graves de cuantos se cometen en la ciudad sean perpetrados por ceutíes. Los “menas” son la amenaza, y basta.

Un acto abyecto y homicida como el que costó la vida el pasado viernes a un joven tetuaní en la playa de La Ribera es el acto de un “mena”, la marca que los define y tanto da que la mayoría de los menores que residen en “La Esperanza” sean gente pacífica, supervivientes en la mayoría de los casos. De hecho, si no fueran “menas”, muchos les llamarían niños.

Hay “menas” que delinquen. Claro. Nuestro estado de derecho establece que los poderes públicos han de proteger a los menores de edad. Incluso de ellos mismos. ¿Quiénes son los responsables de que los niños anden por las calles a la buena de Dios, sin control, abandonados? En primer lugar, las autoridades marroquíes, que hacen gala de la más desvergonzada despreocupación por la suerte de estas criaturas. En segundo lugar, las autoridades españolas, sordas a las quejas de las asociaciones humanitarias y de los propios gobiernos de las ciudades autónomas. Y, finalmente, esos mismos gobiernos, indiferentes a las deficiencias de sus sistemas de protección de menores y poco estridentes, sobre todo en el caso de Ceuta, a la hora de reivindicar la ayuda del Estado.

Después está la responsabilidad personal de cada menor, la que cabe exigirle por cada uno de sus actos. La misma que cabe exigirle a usted por los suyos. Las conductas reprobables de unos niños, sobre todo cuando comportan consecuencias monstruosas, no son imputables al resto.

El mundo puede llegar a ser cosa sencilla y asequible a poco que uno se lo proponga. Las turbas que marchaban armadas de hoces e iluminadas por los hachones sentían su ánimo aquietado cuando, al fin, lograban dar caza a la bruja que traficaba con el Maligno. Cada vez que arrojaban a la pira a una prosélita de Satán, el mecanismo del universo se ajustaba un poco más y todo resultaba mucho más fácil de entender.

Pero el verdadero problema de Ceuta no son los “mena”. A pesar de lo que a muchos les gustaría, las cosas nunca son tan sencillas.