Unas 200 personas se congregaban ya en torno a las siete y media de la tarde en el escenario donde el Nazareno y la Virgen de la Esperanza habrían de encontrarse. Unos metros más allá, la iglesia de África mantenía sus puertas cerradas a cal y canto. Los vendedores de pirulís pregonaban su mercancía entre el incipiente gentío.
Las hojas de las puertas del templo se abrían apenas unos minutos después para dejar salir al Cristo a lomos de los costaleros, animados por el incentivo de la voz pesada y tonante del capataz. Sonaban por primera vez los compases de la canción “El novio de la muerte”, interpretada por los legionarios dispuestos en formación militar.
“Levantá y p’alante” se oyó en el umbral de la puerta mientras el Nazareno aguardaba la salida de la Esperanza. El paso de la Virgen se asomaba tímido al exterior.
Como impelidos a distanciarse, los pasos tomaron direcciones opuestas para circunvalar la Plaza de África, en el prólogo del instante que todos aguardaban.
En una esquina, el paso del Cristo esperaba la aparición de la Esperanza y, entre ambos, se sucedían los legionarios ordenados con precisión castrense.
Miles de personas contemplaban en ese momento la escena. Los pasos se encararon. Uno frente al otro, eran mecidos por los costaleros, al tiempo que el sonido rítmico y metálico de la estructura parecía imponer su propio tempo. Volvieron a sonar los compases de la pieza legionaria.
Algunas de las luminarias se apagaban sofocadas por una ligerísima brisa. El Nazareno comenzó a girar sobre sí mismo ante la Virgen. El paso de la Esperanza secundaba al del Cristo y ambos enfilaron la carrera oficial a lo largo de la Gran Vía.
El Nazareno aceleró el paso.
El Martes Santo aún no había terminado.