Opinión

El agitador

Él ya estaba allí. Un silencio de prólogo se cernía sobre las butacas vacías. Faltaban todavía dos horas y media para el comienzo del acto. Pero, por prevención, él ya estaba allí. Sentado en primera fila, con una banderita del partido en una mano y un tríptico laudatorio que ensalzaba las cualidades y logros del candidato en la otra.

Él ya estaba allí. Un silencio de prólogo se cernía sobre las butacas vacías. Faltaban todavía dos horas y media para el comienzo del acto. Pero, por prevención, él ya estaba allí. Sentado en primera fila, con una banderita del partido en una mano y un tríptico laudatorio que ensalzaba las cualidades y logros del candidato en la otra.

Él, desde luego, estaba allí. Pero eso no le convertía en uno de aquellos adocenados militantes que rinden pleitesía al líder, que se vencen al empuje de su dictado, que aceptan cualquier directriz impuesta desde la cúpula sin someterla previamente a un exigente juicio crítico, que empeñan sus principios en el montepío de los beneficios personales, que se inclinan sin objeciones a los designios de la ejecutiva. ¡Oh, no señor! Él, no era así. Él era un espíritu libre, un verso suelto, un agitador.

Sí, eso es, un agitador. Y para demostrarlo, en el instante mismo en que la megafonía comenzó a escupir los primeros compases del himno para recibir al candidato, él se puso a agitar la banderita del partido como un poseso.

Ya no estaba solo. Centenares de afiliados y simpatizantes abarrotaban el salón. El líder, como el oficiante de un ritual pagano, modulaba la excitación de los asistentes con premeditados cambios de entonación de la voz, susurrante para las reflexiones morales, más elevado para la honesta indignación, atronador para advertir a la concurrencia de que había llegado el momento de interrumpirle con un aplauso ensordecedor y unánime. 

Mientras, él pensaba. No era algo que soliera hacer a menudo. Reflexionaba acerca de  las posibilidades que se abrían a una carrera política aún incipiente como la suya si aquel hombre providencial, el que bramaba sobre el escenario contra la impericia del adversario y su maldad congénita, detuviera un instante su vista en él, en este modesto militante que tantos esfuerzos ha empeñado en la consolidación del esperanzador proyecto político que aquel hombre inimitable, el de la tribuna, lidera.

Él, ensimismado ya en sus pensamientos, ajeno al bullicio del mundo, hacía inventario de todos los merecimientos que podía acreditar ante el querido líder para reclamar, humildemente y sin jactancias, un puestecito en la administración, cualquier cosa, no hacía falta que fuese un cargo de lustre, algo sencillito, sin más aspiraciones, un detallito.

Se le ocurrió buscar indicios, gestos reveladores, complicidades en el proceder del candidato que, ahora, desde el estrado, agitaba los brazos, señalaba con dedo acusador a un enemigo invisible, mugía como una res que intuye la malignidad del mundo en presencia del matarife y la máquina picadora.

Así, durante la siguiente media hora buscó el ademán cómplice, el movimiento de ceja confianzudo, el guiño de conformidad (“sí, no te tortures más, hay un carguito para ti”). Pero, y en esto quiso ser sincero consigo mismo, no lo encontró.

Aquella espera se le hacía insoportable cuando, de súbito, presintió la revelación. Fue la cosa que un moscardón negruzco y de cuarto de kilo en canal vino a perturbar los ejercicios retóricos del orador quien, ante la intromisión del bicho, comenzó a agitar la mano derecha sobre su rostro con el comprensible propósito de espantar al animal.

Aquello fue suficiente. No había dudas: el jefe de filas había hablado. El candidato se había persignado con los dedos extendidos señalando la precisa ubicación de su butaca y había guiñado repetidamente ambos ojos para subrayar la absoluta disposición de la jerarquía a premiarle por sus desvelos. Nadie le habría podido persuadir de que aquello que él tomaba por guiños de aquiescencia no eran sino el resultado de los denodados esfuerzos del cabeza de lista por evitar que aquel insecto peludo se le metiese en los ojos.

Pero él seguía soñando, ajeno a la estruendosa despedida que los militantes brindaban al querido candidato, a los sones musicales que le despedían mientras se alejaba pasillo arriba camino de la salida, a las repetidas invocaciones de la limpiadora para que levantase los pies con el objeto de barrer el confeti.

Solo, dos horas y media después de que todo hubiera acabado, él todavía estaba allí.