Opinión

Candidato sobre lecho de arándanos

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Los comensales

El consejero delegado del Banco Interprovincial de Desarrollo, Abundio Caudales, observaba con delectación hipnótica el reflejo de su rostro abotargado sobre la porcelana de Sèvres. La bruñida superficie del plato, circundado por esmaltes que representaban bucólicas escenas pastoriles, devolvía la imagen de unos ojos pujantes y desiguales, unas encías grises y desnudas, unos pliegues de piel flácida que ocupaban el lugar que antaño estuvo reservado a un cuello delicado y esbelto.

Caudales levantó la vista del plato. Frente a él, en el magnífico comedor de gala del Palacio Gubernativo, la señora del presidente del Círculo Mercantil, Angustias de Picio, dormitaba a la espera de que el servicio comenzara a desfilar con las viandas. La enorme sala acogía a decenas de los hombres más influyentes y adinerados de la provincia, reunidos en torno a la mesa para una ocasión tan especial.

Todas las que ocupaban una silla en el salón eran personas notabilísimas. Entre los comensales se contaban el administrador adjunto del Liceo Económico e Industrial, el secretario general del Casino Empresarial, el representante legal del Consorcio Inmobiliario, un par de fortunas recientes levantadas sobre el latrocinio y la codicia  y el albacea testamentario de don Diógenes Dorado, filántropo y aristócrata súbitamente fallecido en circunstancias todavía por esclarecer.

 

El procedimiento

Hubo quien puso en duda la legalidad del procedimiento ideado apenas tres meses atrás por aquellos ejemplares ciudadanos. Algunos críticos consideraban que la práctica propuesta por el consejo ejecutivo del Círculo Mercantil violentaba de manera flagrante numerosos artículos de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General. Otros, más escrupulosos si cabe, apelaban a la moral ante lo que les parecía con toda evidencia un comportamiento indecoroso, por no decir brutal e inaceptable. Los más religiosos invocaron las enseñanzas del Altísimo en lo que concierne al trato compasivo que resulta piadoso dispensar al prójimo. Y aunque todas estas objeciones habrían resultado obvias a cualquier espíritu civilizado, ninguna prosperó. De modo que, despejado el camino y celebradas las elecciones, solo quedó fijar la fecha en la que habrían de reunirse los hombres más poderosos de la provincia para comerse al candidato más votado.

 

El candidato

El primer sorprendido por la naturaleza del ágape que se preparaba era el propio candidato. Ajeno a las condiciones leoninas que se habían establecido para favorecer su carrera política, no fue consciente de su destino hasta que el cocinero jefe le introdujo una manzana en la boca. Contra la actitud que cabría suponer en alguien abocado a un trance tan ominoso como aquel, nuestro candidato respiró aliviado: mejor enfrentar la muerte aferrando una manzana entre los dientes que soportando la humillante rigidez de un limón alojado en el recto.

Las puertas batientes que separaban el comedor de las cocinas se abrieron violentamente para dejar paso a los dos mayordomos que, entre denodados esfuerzos, portaban la bandeja sobre la que descansaba el candidato. Atadas las manos a la espalda, como una pularda de Bresse, el malhadado aspirante a la alcaldía compareció ante los presentes cubierto de una espesa salsa de frambuesa y acomodado sobre un lecho de arándanos. Así cocinado, a la demi-deuil, según dictan los cánones de la haute-cuisine française, el candidato, con los ojos biliosos producto de los efectos del grill sobre el humor vítreo, exhibía la mirada más perspicaz e inteligente de cuantas había lucido en vida.

La cena transcurrió como cabría esperar entre personas tan exquisitas como las que aquella noche se habían reunido en el Palacio Gubernativo. Solo la indiscreción del albacea de don Diógenes, hija de la ingesta incontrolada de un par de botellas de Château Margaux, enturbió la delicada armonía que reinaba en el ambiente. «A ver si dentro de cuatro años elegimos a un candidato menos correoso», clamó indignado el insigne comensal mientras se mondaba los incisivos con un palillo y apartaba los arándanos con el tenedor.