Opinión

Felicísimos corruptos

Estas líneas pretenden deshacer algunos equívocos muy extendidos entre nuestros contemporáneos a propósito de los atributos que adornan a las personas honradas.

Estas líneas pretenden deshacer algunos equívocos muy extendidos entre nuestros contemporáneos a propósito de los atributos que adornan a las personas honradas. De algún extraño modo, la moral común presenta al ser humano honesto como un tipo felicísimo, consciente de que su integridad le concede descanso y paz de espíritu, una serenidad que no está al alcance de hampones y prevaricadores. Este dechado de virtud contrasta con el tópico del miserable, el individuo venal aficionado a lo ajeno a quien quisiéramos cociéndose en la salsa de su conciencia culpable mientras disfruta del producto de su latrocinio a lomos de una hamaca que se cimbrea entre dos palmeras.

Las criaturas honestas suelen conformarse con el magro consuelo de que su rectitud moral ha de granjearles algún tipo de reconocimiento social al que no pueden aspirar los malvados.  Cierto es que sus principios les impiden, pongo por caso, asaltar las arcas públicas para, con el fruto del saqueo, pegarse la gran vida. Pero a cambio, y esto no se cansan de repetirlo, disfrutan de plácidos sueños nocturnos. “Yo duermo muy tranquilo por las noches”, se jactan los incorruptibles.

Tal candidez no puede ser sino resultado de un absoluto desconocimiento de la condición humana. El mundo está infestado de sinvergüenzas que duermen a pierna suelta, roncan como bebés de foca monje y amanecen lozanos y rejuvenecidos como una septuagenaria recién restaurada en una clínica de cirugía plástica. El mal no perturba el sueño. Quien quiera consolarse con la idea de que aquéllos que nos roban viven torturados por pesadillas horribles hijas de su comportamiento desviado es un iluso.

Del mismo modo, y como tópico complementario al anterior, la gente del común contempla al corrupto como un individuo perezoso, un gandul irrecuperable, haciendo bueno el axioma de que quien roba lo hace porque no quiere trabajar. Gran error. El latrocinio en sus muy diversas modalidades exige de quien lo practica una dedicación absorbente, un consumo de energías extraordinario que no requiere ninguna otra tarea humana. Hay que idear un plan –lo que no es raro que conduzca a la extenuación intelectual-, buscar a los cómplices adecuados de entre quienes se encuentran más cerca del poder, viajar centenares de kilómetros para cerciorarse de que el capital depositado en los distintos paraísos fiscales a cuyo amparo se alimenta nuestra fortuna permanece incólume, pergeñar coartadas que confundan a la brigada de delitos económicos de la policía, mantener al día la contabilidad al detalle de los sobornos y cohechos indispensables para garantizar la prosperidad del negocio… Un no parar.

Con tanta actividad no resulta de extrañar que después duerman como troncos.