Opinión

¡Tenemos tanto que aprender de Heaton!

Todos temían por la salud del doctor K.W. Heaton, de la muy británica Universidad de Bristol. La historia de la ciencia ofrecía antecedentes que justificaban esta inquietud.

Todos temían por la salud del doctor K.W. Heaton, de la muy británica Universidad de Bristol. La historia de la ciencia ofrecía antecedentes que justificaban esta inquietud.

Marie Curie murió consumida por la ponzoña emboscada en el uranio y el polonio a cuyas radiaciones se expuso para mayor gloria del conocimiento humano. Una manzana reineta con inclinaciones homicidas estuvo a punto de trepanar el cráneo de Sir Isaac Newton, ajeno a la amenaza frutal que se cernía sobre su cabeza, inmerso como andaba en sus cavilaciones acerca de la mecánica celeste. “Me echaría un cigarrito, pero he olvidado el zippo en la mariconera”, dicen que dijo Giordano Bruno antes de que el verdugo prendiese la hoguera. La ciencia siempre ha tenido estas cosas.

Heaton sufría. Su colega y colaborador, el doctor S. J. Lewis, observaba los padecimientos del abnegado científico a través de un ojo de buey practicado en la puerta de acceso al habitáculo de la toma de muestras. Desde su privilegiada ubicación, Lewis asistía horrorizado a las mutaciones que el experimento ocasionaba en aquel rostro amable y sereno que tan bien conocía. Los músculos faciales del doctor Heaton se contraían espasmódicamente mientras un quejido horrísono resonaba en la sala donde aquel ángel del progreso se inmolaba en el altar de la ciencia médica. Un tono cerúleo pigmentaba aquella cara usualmente lechosa. La respiración se tornaba quejumbrosa, el abdomen, como un inmenso animal moribundo, se contraía y dilataba, animado por un mecanismo ignoto ajeno a la voluntad del galeno. Gruesas gotas de frío sudor perlaban sus sienes.

Lewis, con los ojos llorosos, ejercía como testigo de aquel hermoso gesto de largueza y filantropía. Y cuando creía que no lo conseguiría, en el instante mismo en que había decidido derribar la puerta y poner fin a los tormentos de su queridísimo compañero, sucedió. “La muestra, he obtenido la muestra”, logró musitar apenas un extenuado Heaton antes de desvanecerse sobre el suelo alicatado.

Y de aquella solidaridad fraternal, de aquel martirio inhumano, de aquellos esfuerzos, apreturas y contracciones nació una de las más notables aportaciones a la ciencia médica que haya conocido el siglo XX: La Escala de Heces de Bristol, hija del lúcido entendimiento de S.J. Lewis y de la prodigalidad rectal del doctor K. W. Heaton.

La clasificación de las deposiciones Heaton-Lewis permite descifrar las dolencias gastrointestinales sometiendo a observación la forma y consistencia de las heces expelidas. Una historia edificante. Vivir entre la mierda para procurar un bien a tus semejantes.

Martínez Pujalte y Trillo no deben saber de qué estamos hablando.