Opinión

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La especie humana ha convivido con el silencio desde que el primer simio maloliente inauguró la locomoción bípeda. Caminar sobre dos patas ha deparado tantos éxitos a los de nuestro género como cerrar la boca en el momento oportuno.

La especie humana ha convivido con el silencio desde que el primer simio maloliente inauguró la locomoción bípeda. Caminar sobre dos patas ha deparado tantos éxitos a los de nuestro género como cerrar la boca en el momento oportuno.

El silencio ha sido siempre un arma de agitación política eficaz. Sin la discreción de su cuadrilla de homicidas, Bruto jamás podría haber apuntillado a César con la pericia que se detalla en los manuales escolares de Historia. Su virtuosismo en las tareas de descabello sería muy valorado hoy en cualquier ejecutiva.

Muchos de nuestros próceres están persuadidos de que el mutismo es un método infalible para el medro y la preservación sensata del poder. Criaturas que guardan estricto voto de silencio las hay a cientos en los parlamentos, las asambleas, los plenos municipales. Callados como difuntos recientes,  esa pertinacia en mantener los labios sellados les hace parecer mucho más inteligentes de lo que resultarían si se les ocurriese abrir la boca.

El silencio es hermoso. Si nuestros políticos se empeñaran en responder con prolijos discursos a las preguntas que se les formulan durante sus tediosas ruedas de prensa, los periodistas nos veríamos privados del placer extático que procura el zumbido débil y armonioso del aletear de la libélula, el rumoroso gorgoteo del agua cristalina que mana del bidé en la estancia vecina, el tremolar del helecho de plástico agitado por el empuje de la fresca brisa vespertina… Ellos prefieren callar para no perturbar esta bacanal de los sentidos.

Y, nosotros, los periodistas, insensibles y toscos, no alcanzamos a apreciar este regalo que nos ofrece la vida y la ejecutiva regional del partido.