Opinión

Simulacro

La ciudad despierta agitada por un terrible terremoto, los dispositivos de emergencia se activan, las calles viven un tráfago incesante de policías, personal sanitario, equipos de protección civil… La catástrofe anunciada no es tal, sin embargo. Todo es un simulacro. Bien mirado, los electores deberíamos disfrutar también de la posibilidad de votar simuladamente para comprobar así cómo nos iría con un gobierno ficticio.

La ciudad despierta agitada por un terrible terremoto, los dispositivos de emergencia se activan, las calles viven un tráfago incesante de policías, personal sanitario, equipos de protección civil… La catástrofe anunciada no es tal, sin embargo. Todo es un simulacro. Bien mirado, los electores deberíamos disfrutar también de la posibilidad de votar simuladamente para comprobar así cómo nos iría con un gobierno ficticio.

Un alcalde o presidente ficticios se andarían con tiento a la hora de traicionar la confianza de sus electores, en la certeza de que el voto que lo ha elevado a la digna condición de prócer no es sino un voto simulado. La ventaja de uno de estos imposibles ejercicios de evaluación de la calidad de los dispositivos políticos pasa por la equiparación que procura entre elector y electo.

En la vida real, la de los “eres”, “gurtels” y “púnicas”, el fingimiento es un privilegio de la persona pública, un patrimonio exclusivo que embosca todo aquello que, para la salubridad de la vida política, debería quedar expuesto a la contemplación y escrutinio de todo el mundo. Un simulacro permitiría a los ciudadanos mentir del mismo modo, escamotear el voto allí donde más convenga al igual que los elegidos escamotean sus programas electorales. Sería un acto de equidad: nosotros no sabremos que harán ellos, pero, a cambio, ellos no tendrán ni idea de a quién hemos votado nosotros.

Definitivamente, nuestra democracia está necesitada de un simulacro.