Opinión

La adicción al poder

Cada persona en algún momento de su vida realiza un ejercicio de reflexión sobre lo que quiere llegar a ser, sobre el objetivo social o laboral que desea desempeñar en el mundo, independientemente de que lo consiga o no. Y más allá de quien quiere ser bombero, abogado, pintor, médico, veterinario, tener su propia empresa o simplemente trabajar lo menos posible para disfrutar de la vida, existe un perfil muy bien definido que va íntimamente unido a la ambición personal. Me estoy refiriendo al poder, al afán por controlar, por dirigir, por influir decisivamente en el devenir de las vidas de los demás.

El poder es un concepto muy amplio, porque todo el mundo en mayor o menor medida tiene influencia sobre aspectos de la vida de los que les rodean. De hecho, cuanto mayor es nuestra habilidad social, empatía, carisma o extroversión, mayor es ese poder. Pero existe una parcela que, si bien no es la única, en sí misma reúne todos los requisitos para saciar el ansia de control, de dirigir destinos: la política. No voy a considerar la política aquí como ciencia de la organización social, sino como la actividad de los que gobiernan o aspiran a gobernar, es decir, como el ejercicio del poder político.

El perfil de una persona que decide adentrarse en la política respondería –o debería responder-  al de alguien que tiene inquietudes cívicas que necesita expresar. Existen muchas formas en nuestra sociedad de expresarlas, de tal manera que hoy podemos elegir entre pertenecer a infinidad de asociaciones con diferentes fines, a ONGs, sindicatos, a comunidades de vecinos, a fundaciones, voluntariados, y muchas más formas de colaboración social. Pero la política permite un impacto mucho más directo e inmediato. Las acciones políticas se encaminan directamente al gobierno de la sociedad en la que vivimos, a sus normas y a la gestión de sus recursos. Y hay personas que, conscientes de esta realidad,  acceden a la política con el secreto deseo de dejarse seducir por la influencia que pueden conseguir.

No es ningún secreto que el poder puede generar adicción. ¿Por qué si no personajes políticos tan influyentes que vemos día a día en las noticias se resisten como gato panza arriba a abandonar sus cargos políticos influyentes a pesar del evidente beneficio que ello  supondría para la sociedad que dicen representar o que aspiran a dirigir?

Abramos cualquier periódico, o en su defecto, abramos cualquier página web de noticias. Nos encontramos con nombres como… Rita Barberá, Nicolás Maduro, Mariano Rajoy, Donald Trump, y así una lista interminable de nombres más. ¿Qué tienen en común? Veámoslo: la señora Barberá está asediada literalmente por sospechas de corrupción y por su propio partido, con la intención de que abandone su escaño como senadora y deje de ser aforada, algo a lo que no se le puede obligar a no ser que ella decida dejarlo. El señor Maduro es presidente de una Venezuela destrozada económicamente y divida socialmente, y son frecuentes las manifestaciones y convocatorias populares para que abandone su desastrosa gestión al frente del gobierno y permita una oportunidad al país para salir adelante con otro gobierno, una posibilidad que va a vender muy cara. El señor Mariano Rajoy, presidente en funciones, insiste en mantenerse frente a la opinión de toda la oposición en bloque, como cabeza visible del Partido de Gobierno, a pesar de saber que el relevo de su candidatura por otra cara nueva podría suponer el desbloqueo inmediato de la situación provisionalidad y de incertidumbre que todos sabemos que está lastrando ya la credibilidad de España y que puede conducirnos a unas terceras elecciones. Y por último de esta lista de ejemplos, Donald Trump, candidato republicano a la presidencia del país más poderoso de la Tierra que, no conforme con su poder empresarial, decidió dar el salto a la política para obtener un poder aún mayor, a pesar de su perfil racista, misógino, intolerante, provocador e irrespetuoso que está suponiendo un lastre para la imagen de la candidatura presidencial incluso dentro del propio partido Republicano.

¿Qué tienen todos esos nombres en común? Que se resisten a abandonar el poder que ostentan. Tienen la percepción que ese poder es suyo, y que no sirve a un bien social mayor, que es el que realmente lo define y le da validez. Si abandonaran su poder y lo dejaran en manos de otra persona se solucionarían muchos de los problemas que rodean a sus respectivas realidades. Pero no lo hacen. Se aferran a él de manera desesperada, buscando triquiñuelas, buscando excusas, creando sus propias explicaciones para intentar convencer a la opinión de que el poder que tienen está mejor en sus propias manos que en manos de otros. Es una verdadera adicción que tergiversa y deforma sus propias visiones.

La explicación a este comportamiento podría estar en la ciencia. Algunos conocidos investigadores (como Ian Robertson del Trinity College de Dublín) han señalado en sus artículos y estudios que el ejercicio del poder aumenta la testosterona tanto en hombres como en mujeres, y que fomenta la generación de dopamina en la zona de recompensa del cerebro. Este efecto provoca un placer inmediato que puede devenir en adicción a largo plazo. Mucho poder ―y por lo tanto mucha dopamina―, señalan estos investigadores, podría perturbar la normalidad de la cognición y la emoción, provocando grandes errores de juicio y del sentido de riesgo, además de un enorme egocentrismo y falta de empatía hacia los demás.

Soy escéptico acerca de la posibilidad de que todos estos personajes carezcan de capacidad de raciocinio suficiente, o en su defecto de asesores y equipos de trabajo a su alrededor que les impidan ver la realidad de las cosas y de la conveniencia o no de que abandonen sus posiciones de poder. Pero incluso siendo capaces de verlo, es evidente que la decisión final sobre su comportamiento es suya y que se siguen resistiendo a un relevo en ese poder, considerándolo poco menos que como un derecho que tienen en vez de una obligación.

¿Qué se puede hacer para evitar muchos de los efectos perniciosos de estas situaciones adictivas que el poder genera? La respuesta sólo es válida en las sociedades civilizadas y democráticas. A nadie juicioso se le habría ocurrido haber impuesto a Napoleón o a Fidel Castro mecanismos de control a su actitud megalómana. Pero sí es cierto que los estados actuales pueden establecerlos de manera eficaz. De hecho, en nuestro país existen iniciativas políticas muy recomendables que por un lado abogan por la limitación de mandatos en algunos cargos políticos importantes, como la presidencia del gobierno, y que por otra parte pretenden eliminar los aforamientos a miles de cargos como diputados, senadores, consejeros autonómicos, jueces, etc, aforamientos cuyo número en España es especialmente elevado.

En cualquier caso, la misma definición de poder va a seguir generando adicción en las personas que lo ejercen, por mucho que intentemos controlar en mayor o menor medida sus efectos para la sociedad que lo sufre.

Ahora bien, habida cuenta de ese efecto embriagador que el poder genera, de ese efecto adictivo que vemos en los demás, de ese poder de influencia y de posicionamiento social que conceden ciertos cargos y que vemos en dirigentes y gobernantes, o incluso a nivel más cercano, en presidentes de asociaciones de vecinos o responsables de agrupaciones políticas, me atrevo a lanzar pregunta: ¿Seríamos todos nosotros, críticos implacables a esa erótica del poder, inmunes a sus efectos o sucumbiríamos presa a sus encantos y a partir de ese momento beberíamos el té de las cinco levantando el dedo meñique? La respuesta, si la quieren, deberá pasar antes por levantarse de la comodidad del sofá e intentar dominar el mundo… o al menos un partido político.

Como ya avanzó Tagore hace aproximadamente un siglo, hay quien agradece no ser parte de las ruedas de poder, sino una de las criaturas que son aplastadas por ellas. Para gustos, colores.