Opinión

Dialéctica o retórica

El tema catalán ha pasado de ser un asunto de opiniones a un tema visceral. Hemos llegado a ese punto en que la autocrítica no es aceptable de ningún modo, nosotros tenemos razón y los otros están equivocados. ¿Por qué? Pues porque ya no es una cuestión de opiniones, sino de sentimientos, de sensaciones, e incluso de amor y odio.

El tema catalán ha pasado de ser un asunto de opiniones a un tema visceral. Hemos llegado a ese punto en que la autocrítica no es aceptable de ningún modo, nosotros tenemos razón y los otros están equivocados. ¿Por qué? Pues porque ya no es una cuestión de opiniones, sino de sentimientos, de sensaciones, e incluso de amor y odio. Y cuando odiamos o amamos algo, sea el concepto de patria, bandera, tierra, libertad, democracia, ley, diálogo o cualquier otro concepto que nos parezca que esté en la cúspide de la pirámide de los valores humanos, no usamos la lógica ni el sentido común. No obstante volveré después sobre este último concepto de diálogo.

Criticar a los demás es muy fácil, tanto que se ha convertido en un deporte nacional. Sin embargo hacer autocrítica es otro cantar. Es como quien se tira toda la vida haciendo la tortilla de patatas sin cebolla porque así la hacía nuestra abuela y de repente se plantea si no tendrán razón quienes la hacen con cebolla, o incluso pimientos. ¿Y si estoy equivocado y está más sabrosa? No es algo fácil de asumir. Requiere una cierta humildad que desafía los vicios adquiridos a través del tiempo y de nuestros convencimientos y sentimientos más profundos. Son, en definitiva, planteamientos transgresores no aptos para espíritus pusilánimes.

El bombardeo de información durante estas semanas sobre Cataluña ha sido de tal magnitud que no he tenido más remedio que absorber planteamientos de ambas partes. Desde un primer momento he intentado entender la postura que a priori parece ser la reivindicativa, la que genera la tensión y el conflicto en contraposición a la situación anterior, las tesis de los independentistas. Me preocupa mucho ver a cientos de miles de personas manifestándose defendiendo algo que yo no comparto. ¿Cómo es posible que tantas personas pidan algo y estén equivocadas? ¿No seré yo el que se está equivocando al cerrarme en banda en mis convicciones? Por eso he prestado toda la atención posible a las intervenciones y entrevistas a manifestantes, a representantes de partidos políticos partidarios de la independencia, a personas de la derecha, de la izquierda, a quienes apoyan la actuación de las instituciones del estado y a los que no, y me ha sido muy difícil sacar una impresión unánime del movimiento ciudadano en Cataluña.

Existen dos reivindicaciones principales, aunque no son las únicas. Por una parte encontramos a quienes piden poder votar, a favor o en contra de la independencia, es decir, el tan manoseado derecho a decidir. Bien, es un comienzo. Y por otra parte encontramos a otros muchos que piden directamente la independencia, sin ambigüedades ni medias tintas. Estas son las dos posturas fundamentales que se expresan en las calles, pero no son lo mismo. Por tanto, ¿cómo saber el problema que hay que solucionar si se mezclan dos peticiones que son diferentes? ¿Hablamos del derecho a decidir o hablamos de la independencia? La movilización en las calles traslada la sensación de un descontento generalizado pero no existe acuerdo entre los mismos manifestantes de en qué consiste ese descontento. Tanto es así, que en las numerosas entrevistas que las distintas televisiones han hecho a pie de calle entre los manifestantes hemos podido escuchar de todo, desde que España roba a los catalanes, que existe un derecho inalienable a la autodeterminación de los pueblos, que votar es democrático, que Cataluña no es España, pero ni una argumentación. Me ha sido totalmente imposible encontrar un discurso lógico sustentado en la razón que vaya más allá del mero eslogan publicitario o la propaganda. Y esa propaganda ha intentado orientar el descontento en una misma dirección, hacia el odio a España.

La consecuencia de todo este malestar se ha traducido, curiosamente, en una llamada al diálogo para solucionar el conflicto. Y digo curiosamente porque la dialéctica tiene un componente de razonamiento basado en hechos. No pretende persuadir mediante el estilo, la vehemencia o los sentimientos, como hace la retórica. Por tanto resulta extremadamente irónico que la retórica nacionalista que existe en Cataluña apele precisamente al diálogo y a la dialéctica que usa la conversación razonada.

En este artículo estoy eludiendo deliberadamente el análisis sobre lo que la retórica nacionalista está provocando en la sociedad catalana, en la educación de los niños, en la seguridad ciudadana, en la actividad económica, en la justicia y, en definitiva, en la convivencia. De igual modo estoy evitando hacer una radiografía del radicalismo antisistema que se ha apropiado de las calles. Y lo estoy eludiendo porque merece un análisis riguroso y extenso aparte, porque esas consecuencias me producen una honda indignación que poco aportan al objetivo de este escrito y, sobre todo, porque a pesar de las incongruencias del conflicto provocado, es en el término “diálogo” donde reside la clave de la solución.

No conozco a nadie que se oponga a dialogar en democracia, porque es la base de la convivencia. Imponer una idea o una realidad alternativa sin un diálogo y consenso previo es un comportamiento dictatorial. De hecho, tenemos leyes que regulan nuestra convivencia porque previamente ha existido un diálogo en el que se han propuesto ideas, se han debatido y se han aprobado por la mayoría. Porque sí, efectivamente, la Ley también es fruto del diálogo. Por tanto, si esto es así, podríamos concluir que si nos oponemos a una ley y decidimos no acatarla estamos oponiéndonos al diálogo que la propició. Y si, como aseguran algunos, hay leyes que son injustas o que no se adecúan a las necesidades actuales, también es necesario afirmar que en su momento se dialogó y consensuó articular los mecanismos legales que permitiesen cambiar esas leyes. De nuevo, la postura de justificar la desobediencia por el hecho de pensar que hay leyes injustas se topa con un mecanismo legal y dialogado para solucionar ese conflicto.

¿Quiere decir todo esto que los promotores de las reivindicaciones en Cataluña y los que incumplen la Ley ignoran que se están oponiendo al diálogo que las propició? En absoluto. Significa que lo conocen perfectamente pero que intentan conseguir sus fines ignorando el diálogo y usando la retórica. El cinismo de esta postura consiste en pedir el diálogo no aceptando la validez del mismo. Si Aristóteles o Sócrates levantaran la cabeza, la volverían a agachar avergonzados.

Ahora mismo nadie quiere dar la espalda al diálogo, ese término tan milagroso que parece que nos dignifica. ¿Dónde está el problema? El problema está en la amenaza. La postura nacionalista amenaza con incumplir la ley, amenaza con la desobediencia, con declarar la independencia, amenaza con seguir alentando la división a no ser que se dialogue. Ese es un concepto muy curioso, que muchos podrían confundir con otro llamado “chantaje”.

No es posible defender un diálogo cuando no se aceptan las normas legales que posibilitan ese diálogo. Quien se jacta de incumplir la Ley jamás podrá ser considerado un interlocutor creíble y válido en una negociación democrática. La única vía para ejercer el diálogo consiste en exigir el cumplimiento de la Ley para poder empezar a dialogar, es decir, partir de una posición de igualdad entre las partes. Esa es la razón por la que España recibe el apoyo internacional a este mínimo democrático irrenunciable por parte de todos los estados democráticos.

No es una cuestión de ganar o perder. La única cuestión es el cumplimiento de la Ley. Porque una vez dentro del marco legal, se tienen todas las opciones intactas para llegar a entendimientos, para exponer, para votar todos los que tienen derecho a votar, y no sólo unos pocos con su discurso retórico.

Si de verdad se persigue la dialéctica como vía de solución de conflictos, es imprescindible dejar de lado la retórica.