Opinión

Pensar en gris

Hay muchas maneras de formar parte de los parias de la sociedad, de aquellos grupos que no existen, que no tienen poder o influencia suficiente para ser tenidos en cuenta. Y esto es así porque en esta época de etiquetas en que vivimos nos encontramos con dos fenómenos que cada vez se perdonan menos. El primero es el de no tomar partido por una postura definida de antemano, no ser de la opción A o de la B. El segundo, pero no menos imperdonable, es no pensar como dicta la corriente políticamente correcta imperante.

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Hay muchas maneras de formar parte de los parias de la sociedad, de aquellos grupos que no existen, que no tienen poder o influencia suficiente para ser tenidos en cuenta. Y esto es así porque en esta época de etiquetas en que vivimos nos encontramos con dos fenómenos que cada vez se perdonan menos. El primero es el de no tomar partido por una postura definida de antemano, no ser de la opción A o de la B. El segundo, pero no menos imperdonable, es no pensar como dicta la corriente políticamente correcta imperante.

Nuestro sistema educativo ha generado personas simples, acomodadas, y como tal se tiene tendencia a simplificar las cosas. No es aceptable social ni mucho menos políticamente defender una visión compleja de los problemas ni adaptar soluciones a los cambios que sufren dichos problemas. Las medias tintas no valen. Hoy o eres feminista o eres machista, o eres de derechas o eres de izquierdas, o comulgas con todos los postulados del cambio climático o eres un negacionista.

Las presiones sociales para ubicarte son tan grandes que hasta términos aparentemente neutrales como el de Justicia se ven abocados a la definición para no perecer en la irrelevancia, encontrándonos de este modo con magistrados miembros de asociaciones progresistas o de asociaciones conservadoras. ¿Alguien entiende que un responsable de impartir Justicia comulgue públicamente con una postura ideológica? Pues así ocurre. Si quieres tener voz debes pintar en blanco o negro, nunca en gris.

Los extremos llegan a ser tan preocupantes que llegamos a paradojas, les explico: Supongamos que hay personas que defienden sin fisuras los derechos e igualdad efectiva de las mujeres, que piensan que el clima está cambiando, o que defienden la labor social de un Estado democrático para reducir las desigualdades. Bien, ahora introduzcamos un pequeño matiz totalmente compatible con esas afirmaciones. Supongamos que esas personas también dicen que la discriminación positiva de las mujeres y la criminalización de los hombres les parecen injustas, que el clima siempre está cambiando con o sin la acción del hombre o que la labor social del Estado debe orientarse no tanto en subvencionar con prestaciones sino en ofrecer oportunidades laborales a través de la mejora de la Economía. ¿La consecuencia cuál sería? Que automáticamente se convertirían en  machistas, en negacionistas y en fachas liberales.

Casi sin darnos cuenta nos hemos ido transformando en una sociedad de titulares, en un colectivo en el que es muchísimo más importante encasillar a tu interlocutor que la capacidad de entender la enriquecedora variedad de opiniones de los demás. En esta nueva era en la que es necesario posicionarse para ser alguien, es necesario además posicionarse correctamente. No vale cualquier postura si no quieres ser estigmatizado, porque sí, hay posturas correctas y posturas incorrectas. Se trata de la era de la posverdad, de los titulares fomentados por la impunidad de las redes sociales que se convierten en sentencias. Y un titular sin contenido es una puerta directa hacia el totalitarismo.

Tomemos un ejemplo: el movimiento MeToo que se ha gestado en los Estados Unidos. De repente se prohíben autores, se vetan directores, se destruyen trabajos de actores y son borrados de la circulación, como si no hubieran existido, bajo la sospecha de acusaciones sin más pruebas que eso, acusaciones, sin garantías. Aparecen los buenos y los malos, aparece el miedo y la caza de brujas. Se lapida a Catherine Deneuve y a las cien artistas e intelectuales francesas firmantes del manifiesto por no pensar como unos cuantos dicen que se debe pensar. Incluso te conviertes en un monstruo si confiesas que te habría gustado ver el último trabajo de Woody Allen o la última actuación de Kevin Spacey. Como si estuviésemos en la Alemania de 1933, o un lugar de la Mancha con el licenciado en Sigüenza y decidiésemos que hay que quemar los libros que son el origen de todos los males.

Pero no hace falta irse demasiado lejos. En tierra patria, ¿por qué personajes vinculados a la izquierda tradicional como Felipe González, Alfonso Guerra, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, José Luis Corcuera o incluso Joan Manuel Serrat entre otros muchos han llegado a ser puestos en entredicho por miembros de la izquierda actual? Precisamente porque es el precio que les ha acarreado el no haber defendido la postura correcta. Enfrentarse a los postulados de esa nueva izquierda de la posverdad, como el invento de “plurinacionalidad”, o incluso la agresión a la lengua castellana mediante el invento de reglas gramaticales y ortográficas arbitrarias para satisfacer el nuevo mantra sobre el lenguaje sexista les ha valido el calificativo tan sorprendente de fascistas. O estás con ellos o estás contra ellos.

Quienes no abrazan de manera sumisa y ferviente el nuevo orden moral impuesto desde una radicalidad que propugna la libertad mal entendida se convierten en sospechosos de ser enemigos de… la misma libertad y la democracia, faltaría más. Hay una serie de conceptos que se van instaurando en la conciencia colectiva sobre lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo y lo que no, de manera que el encasillamiento es automático. La autocrítica desaparece, como también desaparece el derecho a la presunción de inocencia. La opinión pública, los juicios paralelos y las redes sociales son las nuevas fuerzas soberanas, acusan y no hay defensa posible porque es extremadamente fácil manipular la realidad y convertir a alguien en culpable de algo con una simple acusación.

La derecha, por su parte, también se apunta interesadamente al carro de la definición ideológica. Saben que está de moda y hay que aprovechar. No hay más que ver cómo el PP, en su estrategia de atacar a otros partidos porque se sienten amenazados por la tendencia que muestran las encuestas electorales, decide utilizar la acusación más fea que se les puede ocurrir: acusan de indefinición en sus convicciones, de ideales poco firmes. ¿Cómo es posible que Ciudadanos coincida con Podemos en la necesidad de reformar la ley electoral? Alarma, ¿es posible hacer eso, es posible que esos dos se pongan de acuerdo en algo? ¿Qué son, de izquierdas o de derechas? ¿Escriben en blanco o en negro?

Y así, entre las sentencias palmarias de las nuevas ideas irrebatibles por un lado, y el supuesto inmovilismo de quien se resiste a los cambios por el otro, entre confesarse a favor o en contra, conmigo o contra mí, el blanco o el negro se imponen sin piedad.        

¿Y quiénes son los damnificados de este sistema tan maniqueo y supremacista? Los verdaderos perjudicados son los que cometen el pecado más grave que se puede cometer, el de moverse en el gris. No tener una ideología predefinida es peligroso, porque te obliga a seguir los dictados de la sensatez y el sentido común. Y desde el sentido común inevitablemente a veces se estará de acuerdo con unos en unas cosas, y con otros en otras, e incluso con ninguno en ocasiones.

Pero ¿qué clase de ideología gris es esa?