Opinión

Sombras

Quien decide entrar en política debe ser consciente de que su situación va a cambiar. Dejará de ser un simple sujeto particular con un ámbito privado de actuación, y pasará a tener una figura pública que debe ser un referente ético, una figura en la que las sombras de sospecha no tienen cabida, en la que el ejercicio del poder que va a ostentar representando al pueblo no puede soportar sospechas de ningún tipo. Y esa carga debe ser aceptada y actuar en consecuencia cuando se rompa la confianza de los ciudadanos. O así debería ser.

Quien decide entrar en política debe ser consciente de que su situación va a cambiar. Dejará de ser un simple sujeto particular con un ámbito privado de actuación, y pasará a tener una figura pública que debe ser un referente ético, una figura en la que las sombras de sospecha no tienen cabida, en la que el ejercicio del poder que va a ostentar representando al pueblo no puede soportar sospechas de ningún tipo. Y esa carga debe ser aceptada y actuar en consecuencia cuando se rompa la confianza de los ciudadanos. O así debería ser.

En la práctica, es frecuente escuchar debates en los que la responsabilidad política se esgrime como si fuera un arma de doble filo. Cuando el interlocutor no se siente aludido, el filo que usa es aquel que trata de la ética y de la decencia en la gestión, de la obligación de no solo ser, sino parecer honrado. Sin embargo el filo cambia cuando quien maneja esa arma se siente en peligro. En ese caso varía su acepción y se asimila exclusivamente al filo de las pruebas delictivas y de las sentencias judiciales. De repente el lenguaje anterior se desvanece y aparece uno nuevo. Es decir, un político cambia su discurso en función de si es él el sujeto de esa responsabilidad, porque en este caso se agarra cual patella vulgata (lapa común) al concepto de presunción de inocencia y a partir de ahí no existe para él la responsabilidad política, sino solo la judicial y penal, y mientras no haya sentencia en firme es como si nada más existiera. Pero sí existe, y en estos días nuestra ciudad está siendo el escenario perfecto para ejemplificar lo que acabo de exponer.

Para ponernos en antecedentes, no se trata de rumores o acusaciones más o menos veladas de lo que la gente comenta en los bares, no se trata de juicios paralelos mediáticos, no se trata de la percepción que se tiene en la calle de que desde hace años se producen chanchullos poco claros en la gestión de lo público, no. Se trata esta vez de actuaciones policiales y judiciales basadas en indicios razonables que han provocado que el juzgado haya decretado prisión sin fianza y libertad con cargos de un exgerente de una sociedad municipal, de dos consejeras autonómicas y de un diputado de la Asamblea y miembro destacado de la oposición. Y la cosa promete no quedarse ahí en la medida que podría haber más investigados. Esta situación es inédita en nuestra ciudad, y lo que podría parecer un caso más propio de las noticias de las quince horas nos está dando una bofetada de realidad en nuestra propia ciudad.

El bochornoso espectáculo de acusaciones de presunta (siempre me gustó ese eufemismo mal entendido) prevaricación, falsedad documental, malversación de fondos públicos o cohecho a algunos responsables de gestionar los intereses de todos los ciudadanos es inaceptable y requiere una respuesta a la altura por parte de todos los responsables políticos.

Por una parte tenemos las primeras declaraciones en las que desde el entorno de los investigados se muestra un apoyo incondicional a los mismos, en las que se empieza a echar mano al concepto de presunción de inocencia, e incluso algún que otro adalid ofendido se afana por poner el ventilador de la mierda (con perdón) para que sus miserias internas queden difuminadas con anhelos de miserias ajenas. Por experiencia de otros casos similares, todos sabemos que ese apoyo incondicional puede ir menguando con el paso del tiempo y con el avance del proceso judicial, y puede tender incluso a la nada si ese proceso culmina con una condena en firme a los investigados. En esa defensa a ultranza, la parte de la responsabilidad política que se refiere a la ética personal, a la decencia del político, al comportamiento intachable, al parecer honrado, desaparece de esas declaraciones y solo existe la responsabilidad penal que deberá ser demostrada. De repente, los acusados dejan de ser políticos, dejan de ser figuras públicas y se agarran como si de una tabla de salvación se tratase a su condición de particular, de ciudadano anónimo con sus derechos intactos y ninguna obligación pública. ¿Dónde queda el concepto de responsabilidad política? No se sabe, no se contesta.

Por otra parte, están los que hacen un juicio público paralelo y condenan a los acusados sin apenas entender de qué se les acusa ni, mucho menos, saber qué pruebas hay. Es el linchamiento público desmedido, la turba que desahoga su frustración contra los que gobiernan. Las redes sociales y los comentarios a las noticias en los medios son una buena prueba de ello, y probablemente cada uno deberá hacerse responsable de sus palabras y responder por ellas tarde o temprano en la medida en que puedan resultar ofensivas, injuriosas o simples calumnias.

Existe a mi juicio una tercera postura minoritaria al margen de las dos anteriores. No se trata de dilucidar la culpabilidad o el grado de implicación de un acusado, para eso están los tribunales y todos debemos respetar escrupulosamente el proceso judicial. El derecho a no declarar, a la presunción de inocencia, o a tener un juicio justo son derechos irrenunciables de cualquier persona, nadie puede atreverse a ponerlos en cuestión y por la misma razón nadie debe utilizarlos como excusas. La sociedad está exigiendo algo más de nuestros responsables políticos. Es tan simple (y tan difícil) como que un responsable público y político no puede permitirse un escándalo de esta magnitud. Un responsable político debe tener esa conciencia de lo que es, de su figura pública intachable. No debe existir siquiera una sombra de sospecha en su comportamiento y su gestión. Y desgraciadamente, un juez y la Udyco han puesto de manifiesto que esa sombra existe.

Rara vez encontraremos una ocasión mejor para que quienes ostentan el poder puedan poner en práctica de forma voluntaria el concepto de responsabilidad política y sean valientes para tomar la decisión de dimitir. Demostrarían lo que es la verdadera ética en el ejercicio del poder. Sin embargo temo que el ejercicio de esa responsabilidad, en caso de que llegue, será de forma forzada en última instancia y cuando no quede más remedio para “soltar lastre” que pueda perjudicar electoralmente. Temo, en definitiva, que nuestros políticos no demuestren que entienden lo que debería ser un político y no sean capaces de afrontar sus consecuencias.

El tiempo alumbrará las sombras, y algo me dice que no serán las últimas.