Opinión

Naufragios

La Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) cifra ya en 800 las víctimas mortales del naufragio acaecido este domingo en aguas del Mediterráneo. La tragedia ha sensibilizado a la  Unión Europea, poco dada por lo común a dejarse conmover.

La Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) cifra ya en 800 las víctimas mortales del naufragio acaecido este domingo en aguas del Mediterráneo. La tragedia ha sensibilizado a la  Unión Europea, poco dada por lo común a dejarse conmover.

Las autoridades españolas y de la Ciudad y, por supuesto, los mismos ceutíes deberían reflexionar ante lo sucedido. Tragedias como la acaecida en las proximidades de la costa italiana llaman la atención por su desmesura, su colosal cifra de fallecidos, el descomunal esfuerzo en recursos necesario para atender la emergencia. Este gigantismo de la desgracia obliga a quienes son responsables a mantener reuniones, adoptar decisiones, hilar expresiones de condolencia ante la opinión pública. ¿Pero qué ocurre cuando los muertos no se cuentan por centenares? ¿Quién se detiene a pensar en las tragedias cotidianas, personales, los dramas que no encuentran narrador ni portada de periódicos a la que acogerse?

Los gobiernos central y municipal braman contra la UE por abandonar a su suerte a España en la tarea de vigilar la frontera sur del continente. Las autoridades españolas y ceutíes tienen razón: Europa desprecia a aquéllos de sus socios a los que la geografía ha maldecido con una frontera exterior. Pero cuando el ministro del Interior o el presidente Vivas acusan a los responsables europeos no lo hacen para recabar la ayuda de quien puede evitar el drama humano, el dolor ajeno. Lo hacen para pedir vallas más altas, controles más exhaustivos. Se trata de que no pasen.

Quienes avalan con entusiasmo una legislación que permite la expulsión sumaria de inmigrantes, la conculcación de sus derechos más elementales, carecen de altura moral para lamentar las muertes de centenares de personas víctimas de la indiferencia. Es obsceno, cuando el mar todavía está repleto de cadáveres, resucitar la cantinela del “efecto llamada”, tal y como acaba de hacer el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz.

No nos engañemos. No se trata restaurar los derechos humanos, de procurar un mundo más justo, de dignificarnos a nosotros mismos a través de una conducta decente. El objetivo es que no pasen.

Quizás los náufragos seamos nosotros.