Opinión

8, 12, 20

Proponemos un ejercicio de perspicacia. Tomemos un puñado de informaciones escogidas al azar de entre las decenas con las que cada mes los medios de comunicación nos dan cuenta de la llegada de migrantes a nuestras costas. Eliminemos las referencias obvias a la fecha y al lugar en los que acaeció el acontecimiento que se narra. Observaremos, entonces, que prácticamente ningún lector es capaz de distinguir un desembarco de otro. Y, lo que es peor, nos atrevemos a aventurar que el mismo redactor de la noticia se verá impotente para precisar las circunstancias particulares de aquel hecho en concreto.

Proponemos un ejercicio de perspicacia. Tomemos un puñado de informaciones escogidas al azar de entre las decenas con las que cada mes los medios de comunicación nos dan cuenta de la llegada de migrantes a nuestras costas. Eliminemos las referencias obvias a la fecha y al lugar en los que acaeció el acontecimiento que se narra. Observaremos, entonces, que prácticamente ningún lector es capaz de distinguir un desembarco de otro. Y, lo que es peor, nos atrevemos a aventurar que el mismo redactor de la noticia se verá impotente para precisar las circunstancias particulares de aquel hecho en concreto.

Todos, periodistas incluidos, hace tiempo que percibimos el fenómeno migratorio como un hecho rutinario que se repite cíclicamente y que sólo llama nuestra atención cuando su monótono devenir se ve alterado por algún matiz que colorea, en un tono inhabitual, la grisura de lo ya tantas veces visto. Ocho es igual a doce y en nada se distingue de veinte. Un herido, mejor que un grupo de personas saludables. Una mujer, un reclamo más atractivo que un desembarco de hombres. Un niño aventaja de largo a una mujer. Un muerto excede todas nuestras expectativas y nos empuja a imprimir apretados titulares en tipos enormes de densa tinta negra.

Desde luego, podría argumentarse que los periodistas vivimos acuciados por las urgencias de nuestra tarea profesional. Esto, sin embargo, no debería constituir una excusa para aceptar como inevitable la narración banal de las historias de la inmigración. Si conociéramos los nombres de cada uno de los que arriesgan su vida por alcanzar nuestra tierra, si nos detuviéramos en cada peripecia vital, en cada historia, quizás la opinión pública, la gente que lee la prensa, escucha la radio y ve la televisión, adquiriría una nueva comprensión de este fenómeno. Quizás entonces sería posible que no nos diera igual si son 8 o 12 o 20.