Opinión

Mitin

Quien haya leído a Nietzsche y haya conseguido salir indemne de la consunción neuronal que el ejercicio ocasiona a quienes estudiamos en colegios públicos andará familiarizado con la teoría del eterno retorno: todo vuelve tal cual fue una vez. Ellos lo saben. Y ya están aquí.

Quien haya leído a Nietzsche y haya conseguido salir indemne de la consunción neuronal que el ejercicio ocasiona a quienes estudiamos en colegios públicos andará familiarizado con la teoría del eterno retorno: todo vuelve tal cual fue una vez. Ellos lo saben. Y ya están aquí.

El 10 de junio volverán a estar donde solían: en los mercados de abastos, de visita en los geriátricos, mesando las ralas cabelleras de los cráneos infantiles, en los comedores de caridad, junto a los mingitorios públicos para distribuir propaganda electoral entre sus usuarios…

La propuesta de recortar los gastos que ocasionará la próxima campaña electoral encuentra un apoyo unánime entre todos los partidos políticos, consenso imprescindible para que, al final, acabe por no hacerse nada.

Ya damos por sentado que los intereses de las maquinarias electorales no permitirán un ahorro apreciable a las arcas públicas. No hay nada que hacer, pues, en el terreno de la austeridad electoral. Pero, quizás, se podría persuadir a los directores de campaña para que dejasen de insistir en ese género de propaganda política tan irritante y demodé que constituyen los mitines. Todo lo que tenían que decir ya lo dijeron hace cinco meses y, aunque no lo hubiesen dicho, nos sonará como algo ya oído.

Sería una gran contribución a la paz social y un regalo para el sosiego intelectual de millones de criaturas que nada hicieron para arrostrar tamaños sufrimientos.

Para ser honestos, no creemos que haya nada que hacer. Y es que las campañas tienen para los candidatos algo de fetiche. Nada hay sobre la faz de la tierra que pueda hacerles renunciar a ellas. Esos quince días les obsesionan, les inspiran un respeto solemne, como el “yu-yu” que aterrorizaba a los porteadores nativos de las películas de Tarzán. A la segunda bobina de la película, aquellos pobres diablos comenzaban a perecer despeñados desde un desfiladero. Mientras caían, lanzaban un desgarrador aullido, idéntico en tono y desesperanza al que ya puede oírse entre el electorado ante la evidencia de que ya están aquí.