Opinión

Pudor y cuñados

La campaña electoral, probablemente iniciada el pasado 21 de diciembre, ha entrado en su fase final. Son esas últimas dos semanas a las que la ley constriñe lo que, por su propia naturaleza, no puede ser sometido a cautiverio ni reducido por grilletes. La campaña es un estado de ánimo permanente, una idiosincrasia, un modo de afianzarse ante el mundo. Y estas cosas no caben en una ley.

La campaña electoral, probablemente iniciada el pasado 21 de diciembre, ha entrado en su fase final. Son esas últimas dos semanas a las que la ley constriñe lo que, por su propia naturaleza, no puede ser sometido a cautiverio ni reducido por grilletes. La campaña es un estado de ánimo permanente, una idiosincrasia, un modo de afianzarse ante el mundo. Y estas cosas no caben en una ley.

No podíamos esperar que la salsa intelectual de los actos electorales espesara. Y no lo esperamos. Pero agradecemos ese sentimiento emparentado con el pudor con el que los candidatos y sus equipos parecen haber empezado a conducirse. Quizás sea mala conciencia. Dos campañas en seis meses constituyen suficiente motivo para justificar este recién estrenado apocamiento. Aunque tampoco hay que exagerar.

Todos los partidos se han cuidado de despoblar las calles de carteles con sonrientes señoras y señores que lo mismo contemplan al viandante desde la atalaya de una farola próxima a un templo de Dios que adheridos a la fachada de una casa de lenocinio. Ya no están.

Si hemos de creerles, tampoco gastarán el dinero que invirtieron en pasadas campañas e, incluso, habrá formaciones que hayan resuelto no atosigar al elector con el envío de esos rimeros de propaganda que atoran los buzones.

Todas estas precauciones son hijas del pudor. Pero no se fíe. Es un recato inspirado en las mismas motivaciones que llevan a su cuñado a obsequiarle con la caja roja de los bombones Nestlé cuando, por decimoséptima vez en un mes, se presenta ante la puerta de su domicilio con el avieso propósito de pasar la tarde. Se siente culpable, pero no va a dejar de seguir dándole la tabarra.