Las casas regionales que mantienen la representación de Ceuta en distintos puntos del país se han quejado públicamente a través de uno de sus portavoces de los elevados precios que rigen en la línea de pasajeros del Estrecho.
La voz de los ceutíes que residen fuera de la ciudad no es sino la expresión de un hartazgo, de una situación discriminatoria que no parece que vaya a encontrar reparación a corto plazo. La incapacidad demostrada durante años por los responsables públicos para combatir la voracidad de las navieras sume en la resignación a quienes, residentes en la ciudad o ausentes de ella, ven impotentes cómo las recurrentes polémicas en torno a los precios de los pasajes de barco no concluyen nunca con nada que se parezca medianamente a una solución.
La subvención ideada por el Gobierno local para propiciar una reducción de las tarifas a quienes la Ciudad llama “ausentes” es una iniciativa a todas luces insuficiente y, con toda probabilidad, escasamente meditada. Estas ayudas suponen un coste añadido a las arcas públicas, no constituyen ningún alivio ni para los residentes ni para la mayoría de los turistas y, además, está concebida con una fecha de caducidad. ¿Qué sucederá cuando se acaben los fondos dispuestos para financiar esta subvención? ¿Hay garantías de que volverán a reponerse? ¿Alguien ha evaluado la rentabilidad social de esta medida? ¿Merece la pena?
La evaluación de quiénes habrán de ser los beneficiarios de estas subvenciones resulta cuando menos discutible. El esposo residente en la Península cuya mujer vive y trabaja en la ciudad tiene derecho a la ayuda. Pero también la tiene, por ejemplo, un ciudadano vasco, gallego o asturiano cuya única relación con Ceuta está fundada en que su padre hizo la mili en Regulares a mediados de los 50. Suena extraño.
