Opinión

Menores-Bomba

Les voy a plantear dos situaciones aparentemente inofensivas y de las que seguro todos hemos sido testigos, o de alguna similar:

Primera: Verano, doce de la noche, un grupo de chavales de trece años, chicos y chicas, se divierten en un banco de un barrio a grito pelado entre risotadas, palabras mal sonantes e insultos mientras sus gritos resuenan en los edificios circundantes. El vecino del primero se asoma por la ventana y les pide que dejen de armar escándalo porque es tarde y que respeten el descanso de los demás.

Segunda: Un grupo de niñas, rondando los 11 años, se mofan en broma entre ellas a la salida de un colegio, llamándose palabras tan “edificantes” como… “tú eres gilipollas, tía, vete a la mierda” (con perdón), mientras apenas se miran, absortas en las pantallas de sus móviles. Varios padres dirigen sus miradas hacia ellas con gestos de desaprobación e instintivamente apartan a sus hijos para que no escuchen su conversación. Una de las madres se arriesga y les pide por favor que hablen bien porque hay niños mucho más pequeños en los alrededores.

¿Cuál creen que es el desenlace de estos dos ejemplos?

Cuando yo era niño, hace ya unas cuantas décadas, la respuesta a esa pregunta era obvia. Los menores se habrían sentido avergonzados porque un adulto les afeaba su conducta y habrían reaccionado corrigiendo actitud. Hoy no, hoy reaccionan encarándose con el adulto en cuestión y respondiendo que se meta en lo que le importe y que hacen lo que les da la gana, así, tal cual.

Aparte de la existencia del móvil o de Internet, ¿qué ha cambiado en estos últimos treinta o cuarenta años para una actitud tan diferente? Lo que ha cambiado es el respeto.

Cualquier sociedad está basada en el respeto. Da igual la época, el contexto social o el acervo cultural, porque sin respeto los seres humanos no podemos vivir juntos. Si partimos de este hecho indiscutible, se nos vuelve muy difícil analizar y entender por qué estamos viviendo una degradación en la enseñanza y aprendizaje del respeto hacia los demás para las nuevas generaciones de niños y niñas. Porque no nos engañemos, el problema no reside en los menores, reside en los adultos que les estamos educando.

A mi modo de ver, las explicaciones son dos: la degradación de los valores morales y la pasividad de los padres ante la educación de los hijos.

Por una parte, resulta bastante llamativo que en España se haya producido una degradación de valores a la vez que la sociedad se ha ido secularizando. Es como si la primera hubiera sido una consecuencia inevitable de la segunda. La religión, que durante siglos ha formado parte indisoluble de nuestra cultura y de nuestras relaciones sociales, suponía un freno al desarrollo de una sociedad moderna, pero proporcionaba algo que sí resultaba positivo: valores morales.

El período de transición de finales de los setenta y principio de los ochenta resultó un éxito a nivel democrático, cultural y económico. Sin embargo hubo un problema que no pudo resolver satisfactoriamente, que es la sustitución de valores morales de origen religioso por valores morales personales de origen ético. Es decir, la sociedad que antes asumía casi por imposición hereditaria y dictatorial un respeto por los demás de origen divino, ha sido incapaz de asumir ese mismo respeto a los demás como imposición ética. En lugar de eso, se ha sustituido por una prioridad por los derechos individuales en detrimento de los derechos conjuntos como sociedad. La liberación que supuso salir de la etapa anterior fue tan grande que se abanderó el abandono de cualquier tipo de valor anterior, sin sopesar si existía algún valor positivo. Abrazamos sin darnos cuenta la cultura del EGOISMO.

Hoy todos no sólo tenemos derechos, sino que nos sentimos con el derecho a pensar en nosotros mismos antes que en nadie, y lo llevamos a cabo sin ningún pudor, sin importarnos a quién molestemos o incluso pisemos por el camino, sin tener conciencia de quién es el prójimo. Parece que nadie ni nada nos obliga a respetar a los demás. Inmediatamente apelamos a nuestro derecho a la libre expresión o a cualquier otro derecho que se nos ocurra. Lo alarmante es que para muchos la Ley se ha convertido en la única traba, en el único valor que hay que seguir. De este modo se ha sustituido el antiguo valor moral por el valor LEGAL. Ha llegado un punto en que cualquier conducta nos parece bien siempre que sea legal.

Encontramos muestras de esta decadencia en infinidad de ámbitos de nuestra vida. Sin ir más lejos, el mismo panorama político es un claro ejemplo de lo que acabo de exponer. Es frecuente hablar de asumir responsabilidades políticas además de las penales, precisamente porque percibimos claramente que la ética en el comportamiento no siempre es recogida por las leyes. Es necesario que exista esa ética, en política y en nuestra vida diaria, dentro de cada persona independientemente de lo que digan las leyes. Pero estamos fracasando estrepitosamente en ser capaces de construirla.

Los niños, las nuevas generaciones, perciben esta realidad de modo brutal. Lo perciben y se aprovechan de ello. Se convierten en personas egoístas, en “menores-bomba”, a punto de estallar y a exigir su derecho a ser. Hoy en día lo primero es el derecho del menor, el derecho a expresarse libremente, a su protección. Lo primero es su derecho, que además vienen establecidos por Ley y garantizados por el sistema. Pero ¿y sus obligaciones? ¿Nos hemos planteado y preocupado por desarrollar sus obligaciones en la misma medida que sus derechos?

Llegados a este punto es donde se entra a valorar la labor de los padres. ¿Cómo podemos pretender un comportamiento adecuado en los menores si previamente no les hemos educado? Como padre de tres hijos, soy muy consciente de que ser padre es ante todo un trabajo que requiere esfuerzo y voluntad. Sin embargo es muy cómodo dejar la educación en manos de las redes sociales, de Internet, de la televisión, de los amigos o en última instancia, de los colegios. Y es un error, porque la relación con el mundo es un desafío al que el menor se debe enfrentar, no un sustitutivo de la educación. El colegio tampoco puede serlo, sino un instrumento complementario. El niño debe ir al colegio a aprender ya educado desde casa.

No podemos permitirnos darle a un niño todo lo que pida, ni creer que un niño no necesita normas, que no necesita límites. No podemos permitirnos pensar que nuestros hijos son los que siempre tienen la razón incluso desautorizando el criterio de sus  profesores y maestros. No podemos permitirnos sobreproteger a nuestros hijos demonizando los deberes que les mandan para casa porque suponen un engorro para ellos y para los padres. No podemos hacerles pensar que el mundo sólo les va a dar derechos y oportunidades y que no va a exigirles deberes y responsabilidades. Y todo esto es una responsabilidad directa e inexcusable de los padres.

¿De verdad queremos que nuestros hijos tengan respeto por los demás, que sean personas honradas y decentes, con una concepción muy clara de sus responsabilidades hacia ellos mismos como individuos y como parte de la sociedad, o nos conformamos con que salgan adelante sea como sea, sin importar a quiénes pisoteen? Porque dependiendo de lo que nos respondamos estaremos dando también respuesta a si nosotros mismos tenemos valores que transmitir a futuras generaciones. El ejemplo es la fundamental herramienta que tenemos para educar. Si no la practicamos es completamente imposible exigir ningún resultado ni a nuestros hijos ni a nadie.